Él amaneció en esa
terrible cámara de tortura. A eso no se lo podía llamar vida, considerando cómo
estaba forzado a yacer ahí todo apretujado. Ignoraba si tendría sus miembros
sanos. La oscuridad circundante lo angustiaba.
No estaba en
condiciones de razonar, sin embargo era consciente de que allí todo se llevaba
a cabo sin consultarlo. Ni siquiera sabía lo que es comer o beber, ni tampoco
conocía lo que se le suministraba y que le provocaba tal rechazo que se
defendía de ello con sus debilitadas fuerzas, afirmándose contra las paredes de
su prisión. Debía de haber algún error; de donde provenía nadie lo había
preparado para algo semejante. Al fin y al cabo, no era un delincuente para ser
tratado de este modo; cuando quería gritar o protestar no salía ni un tono de
su garganta.
Aproximadamente una vez por mes lo
llevaban a un lugar indeterminado, sin suavidad lo depositaban sobre una superficie dura y comenzaban a aplastarlo.
Entonces su corazón latía rápido y con excitación, pues no sabía que iría a sucederle.
Espasmódicamente intentaba girar un poco y cambiar de posición para ubicarse
mejor, pero en aquel estrecho ámbito resultaba casi imposible. Un día ¿o quizás
era de noche? ya todo le daba igual, su desesperación llegó a un punto
culminante e hizo de todo para liberarse. Mordió y pegó en torno de sí, pero lo
único que consiguió es que su cuerpo se corriera haciéndolo sentir más angostado.
Sin poder respirar se sintió empujado hacia algo con forma de canal. Pensó: “Así
que la muerte por asfixia es lo que tenían planeado para mí”. De pronto, una intensa
luz deslumbró sus ojos. Le pegaron en las nalgas, boqueó por aire y sintió el
maravilloso oxígeno en sus pulmones. Gritó enloquecido e intuyó la ilusión de
una existencia nueva y mejor.
En ese momento, el médico le dijo a la
enfermera: “vaya abajo y dígale al señor Meyer que tiene un magnífico hijo,
tres kilos novecientos. Madre e hijo se encuentran muy bien.
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