martes, 3 de abril de 2018

El extraño caso del hombre que sospechaba que su mujer le era... Fiel

En los tiempos que corren, la fidelidad está a la orden del día y muchas pueden ser las causas que llevan a una persona a no engañar a su pareja: la concordia y armonía, la sensación de interés, sentimientos de gratitud por situaciones felices vividas en conjunto, encuentros sexuales abundantes y satisfactorios, y como frutilla de la torta: el amor incondicional. Estudios científicos revelan que hoy en día los engaños son cada vez menos comunes y que las mujeres superan al hombre en materia de fidelidad. Es que ellas suelen ser más cautas y estrategas a la hora de no engañar, lo que hace que rara vez sean descubiertas. Los hombres son más predecibles y dejan evidencias, que los convierte en un blanco fácil a ser detectado.
Tanto hombres como mujeres se valen de diferentes métodos para ser fieles a sus parejas sin ser descubiertos. De hecho, la solicitud de investigaciones por temas de fidelidad es la que alcanza mayor relevancia, en las estadísticas de la agencia de detectives. En un inédito logro periodístico, una víctima (cuyo nombre queda en reserva), nos revela la historia de su angustioso periplo hacia la verdad.


A CONTINUACIÓN, EL ESCALOFRIANTE RELATO DE ESTE LEADER CASE CONTADO POR LA PROPIA VÍCTIMA Y SU LARGO PERIPLO EN BUSCA DE UNA SOLUCIÓN.

LA SOSPECHA
Dicen que quien duda sobre la fidelidad de su mujer sufre más por lo que imagina que por lo que ve. Acuciado por una fuerte sospecha me decidí a contratar al renombrado detective Gustavo Dorell quien, siendo inspector de la policía, ya había intervenido exitosamente en un cuento anterior y que ahora se desempeñaba en el ámbito privado, no en seguimientos sino en crímenes, actividad más acorde con sus talentos y que le rendía interesantes frutos económicos.
Conmovido por el relato de mi torturante situación y en mérito a nuestro conocimiento previo, Dorell decidió tomar cartas en el asunto. Al cabo de unas semanas sin noticias, y cuando la impaciencia ya daba lugar a la sensación de un fracaso que se presagiaba, una tarde de sábado la urgente campanilla del teléfono me anunció su voz:
-Venga de inmediato al hotel Otello, de Anchorena y Juncal.
-¿Hotelo?  
-¡No, no! al hotel “Otello”. Lo espero.
 Sin tardanza dejé de lado el pulóver que tejía para calmar los nervios, tomé un taxi y en menos de quince minutos nos encontramos en la puerta del albergue.
El detective era un hombre robusto, de edad media y ancho de espaldas, acostumbrado a los mundillos subterráneos, con  cuya existencia el ciudadano común no suele tener sino excepcional contacto. Tras un apurado saludo se paró a mi costado como para no verme a los ojos, y ambos nos quedamos contemplando el lujurioso edificio, yo con las manos cruzadas en la espalda, y él con las suyas embutidas en los bolsillos del impermeable gris que siempre llevaba puesto, no sé si para prevenirse de un chaparrón o por mimetismo con los detectives de las películas. Lo miré de reojo parado en una misma línea, y nos visualicé en la actitud de un par de fisgones queriendo ver más allá de la coraza de las persianas grises, que daban a la edificación el aspecto del bunker de un servicio secreto o un monasterio de clausura. Al cabo de unos segundos largos lo animé a hablar:
─Dorell, soy un hombre curtido por los años y la experiencia, cuénteme qué descubrió-. Como su silencio se prolongaba, insistí: -dígame la verdad, toda junta y de una sola vez, como un hachazo-. Sea porque aún no había cobrado o porque su corazón se había ablandado y le costaba darme la noticia, hizo caso omiso a mi pedido y permaneció callado. Sentí el apoyo de su brazo comprensivo abrazando mi hombro como un amigo e invitándome a la calma que, sin embargo, me surtió un efecto contrario de mayor inquietud. Pese a la tarde soleada, mi mente embotada en una semipenumbra interior funcionaba de modo automático. Los poetas y los psicólogos saben a la perfección que lo incierto es más preocupante o amenazador que un peligro real. En ese, llamémosle «estado de suspensión», buscaba el sosiego que ni una compañía entera del Ejército de Salvación podía darme. Mis ojos alucinaban incansables, inquietos de manía, revisando el cuarto que cobijaba a los amantes, cada posible escondite, los rincones, los ángulos de las paredes, debajo de la cama, abrían los armarios, encendían las luces de colores sin dejarse extraviar por el juego de los espejos de las paredes y del techo que los delataba retorciéndose como dos reptiles. ¡Cómo ansiaba sorprender a mi mujer en un abrazo prohibido! con las filosas pezuñas desenvainadas inyectando placer en la palpitante piel de un hombre, o al menos hallar con mi mano helada el testigo delator de una hebra de su cabello. 
En ese instante supremo, yo reconocería qué injusto había sido en dudar de ella.  
Cuando uno se halla en el borde de una historia que está por dar un vuelco, la mente está en máxima alerta y a la vez con una fuerte sensación de irrealidad. Confieso que tuve miedo del fin de nuestro matrimonio. De confirmarse mis sospechas de fidelidad, aún restaba determinar si se trataba de algo fortuito, un traspié ocasional o de una conducta de largo plazo, un modus operandi que habla de un compromiso interior.
     El investigador sacó las manos del perramus y estiró los brazos, dentro de un momento, cuando empezara a soltar la verdad que influiría decisivamente en mi futuro, mi incomprobada sospecha se materializaría. Me costaba mantener el dominio, se me cortaba la respiración y creo que a él también. ¡OH! cómo anhelaba una respuesta que me arrancara de mi espíritu poseído por el invisible demonio de la fidelidad, una prueba incontestable de su moral. Sé que pertenezco a la clase de personas a la antigua, no me reconozco crédulo o confiado ni tampoco soy un papanatas, pero solo imaginé la respuesta de Dorell en varias de mis pesadillas. 
Por fin sus palabras dichas con una resignación que no le quitaban firmeza, me arrancaron de la cápsula inerte en que me había encerrado: -En las últimas dos semanas de ardua investigación, no encontré más que rastros de fidelidad -afirmó con solvencia profesional.   
─ Entonces ¿qué está haciendo hace horas en este hotel? -repliqué con un resto de optimismo.
─ Recuerde que es contadora. Yo mismo Constaté que se trata de su visita mensual por temas contables. Lamento informarle que no hay bases reales que apoyen su no fidelidad, y hasta tanto encuentre alguna prueba objetiva -añadió pesaroso -sólo habrá lugar para la esperanza o la desesperación. Mientras tanto le recomiendo consultar con una psicóloga 

EL TORMENTO PSÍQUICO.
Siguiendo el consejo de Dorell, acordé una entrevista con una reconocida psicóloga, la licenciada Beatriz Fidelia. Betty era una mujer con el aspecto de tantas, promediaba los cincuenta años, regularmente cuidada y con algunas arrugas disimuladas con litros de Botox. Como la había contactado por recomendación de un amigo, ¡y no por un anuncio en Internet!, no me merecía entera confianza; igualmente, urgido por la angustia le expuse el problema que a estas alturas había llegado a obsesionarme.
─ Licenciada -comencé diciendo compungido -tengo fundadas sospechas sobre la fidelidad de
    mi mujer.
─ ¿Por motivos reales?
─ Entiendo que sí, se comporta como un perra conmigo.
─ Una afirmación fuerte. ¿Le gruñe, lo muerde, está rabiosa?
─ No. Me es inadmisiblemente fiel. 
    Jadeando de angustia repetí -creo que mi mujer me es fiel. 
─ ¿Está completamente seguro?
─ Una suma de indicios apuntan en la misma dirección.
─ ¿Cuáles?
─ Es más cariñosa que de costumbre, se compró lencería que le queda muy sexy, me cocina
    ñoquis con salsa napolitana y tiramisú, mi postre preferido.
─ Entiendo. ¿Y a ella cómo se la ve?
─ Radiante cuando está en mi compañía.
─ ¿Y esta situación cómo lo hace sentir?
─ Pésimamente.
─ ¿Se culpa por dudar de ella?
─ Mucho -asentí con un doloroso gesto afirmativo. -Además me veo pisando un terreno incierto
    por falta de pruebas concretas. Me dominan emociones ambiguas y contradictorias, la amo y
    a su vez me siento un des-engañado. En un mundo moderno regido por el
    determinismo de la razón, soy un hombre no encallecido por la vida, un sentimental que se
    permite creer en la ausencia de fidelidad, en suma, un alma sensible herida por suspicacias  
    morales
─ ¿Su esposa es bella?
─ Cómo saberlo después de veinte años de casados. 
─ Toda duda -afirmó la licenciada con honda sapiencia -toda duda se basa en una primera
    mentira. ¿En el pasado de su vínculo hay antecedentes de fidelidad?
─ Quizás sí, tal vez no; ojos que no ven, corazón que no siente, he ahí la cuestión.
    Sin embargo, gracias a la sagaz pregunta, un momento después mi mente
     se abrió y pude recordar:
─ Sí. Varias veces la sorprendí sin fijarse en hombres atractivos,  parecía ignorarlos.
─ ¿Alguna vez charlaron sobre esta cuestión?
─ Un día tomé coraje y le tiré de la lengua. Luego de ausentarse por unas horas le hice una
    terrible escena de celos acusándola de infiel. Primero lloró negando todo, pero viendo mi
    frialdad y agotada del llanto, sacó de la cartera el ticket del estacionamiento del supermercado
    en el que, para colmo, figuraba la hora de entrada y salida. Esa fue la gota que rebalsó el
    vaso. A partir de ahí empecé a considerar seriamente el divorcio.  
─ ¿Con otras parejas le ha pasado lo mismo?
─ Disparejamente.
─ Si le preocupa que su mujer le sea fiel, significa que estaría despreocupado si le fuera infiel.
─ Eso es como decir que si no me gusta el calor, necesariamente me gusta el frío. Y no es así.
─ ¿La fidelidad le despierta fantasías?
─ En efecto. Me sobrevienen incesantes imágenes tremendamente vergonzosas -gemí con un
    suspiro. 
─ Percibiendo mi timidez, Betty me alentó: ¡hable, está bajo secreto profesional!
─ Está bien, está bien. Ella se me aparece en la iglesia arrodillada en una actitud piadosa, veo su
    cuerpo virgen de caricias forasteras, los voluptuosos labios intactos de otros besos, el cuello
    liso no mordido por dentaduras extrañas, las delicadas orejas sordas a tiernos y ajenos poemas
    de amor.
─ ¿Y usted nunca incurrió en fidelidades reiteradas?
─ Sólo ocasionalmente, un permitido de vez en cuando, y con gran arrepentimiento.
    Pensativa, Betty me examinó detenidamente, era evidente que yo le resultaba un
    hueso duro de roer. No obstante, haciendo gala de increíble agudeza, lanzó la
    inevitable y temida pregunta: 
─ ¿Y usted qué tiene que ver con lo que le pasa?
Al ver que había dado de lleno en el blanco, ruborizado bajé la cabeza. Ante mi falta de respuesta, me interrogó con honda penetración psicológica:
─ ¿Se ha encargado de comprarle flores para celebrar los aniversarios de boda?
─ Sí.
─ ¿Le ofreció amor incondicional?
─ Más de una vez.
─ ¿La trató bien?
─ Nunca se quejó.
─ ¿La valorizó como mujer?  
─ Mucho.
─ ¿Las relaciones sexuales? -indagó con perspicacia.
─ Muy satisfactorias, en especial en los últimos meses.
─ ¿Le daba suficiente dinero para mantener el hogar?
─ Mi sueldo se deposita en su cuenta bancaria.
─ ¿Se ocupa de los niños?
─ Sí.
─ ¿Juega con ellos o pavea  con el celular?
─ Juego con ellos.
─ ¿Los lleva al cine?
─ Cada dos semanas.
─ ¿Lava los platos?
─ Sí.
─ ¿Ayuda con la ensalada de frutas? ¿El asado le sale a punto?
─ Sí, sí, sí... maldita sea sí, hice todo eso y mucho más -grité
─ ¿Qué más? Confiese.
─ Iba de vacaciones adónde ella quería, la llevaba en auto al peluquero, a la manicura,
   la invitaba al cine, al teatro y a cuanto espectáculo le gustaba
─ Siga. 
─ Le compro ropa de marca, festejamos el día de los enamorados, fui afectuoso y contenedor.
    Agotado por la descarga, conjuntamente sentí alivio y tensión. Pero la psicólogo aún no
    estaba conforme y me exigía más. Le  rogué por un poco de piedad, pero con tono implacable
    me indicó:
─ Relájese y suéltelo todo.
─ Trabajo horas extra para solventar la educación de nuestros hijos y los fines de semana le
    sirvo el desayuno en la cama. 
La psicóloga hizo una pausa para servirse una taza de té,  me miró de frente y luego mi dijo sin retaceos:
─ Una típica celopatía invertida.
Impresionado por su sapiencia exclamé ─ ¡Eh! ¿Qué significa eso?
─ Es un celoso al revés. Y torciendo la boca hacia una sonrisa amarga, casi acusatoria sentenció:
─ No le dio oportunidad a la pobre, hizo lo imposible para que le sea fiel. Usted quiere que le
    sea fiel.
─ Licenciada, repliqué sintiéndome ultrajado -yo no soy un  perverso. 
─ No pretendo ofenderlo, lo considero un investigador que anhela experimentar qué siente si su
    mujer no le es fiel
─ Algo así
─ Lo comprendo. No quiere irse de este mundo sin la emoción de ser engañado. Se dice  «¿Por
    qué reprimirme?» Es un hombre que anhela ¡vivir!, saber cómo es llorar por una decepción de
    amor o unos cuernos que a nadie le deberían ser negados. Es un sentimiento de frustración
    muy fuerte y muy motivante. Además hay que considerar que no es lo mismo que lo engañe
    con un actor famoso o con el vecino que cotidianamente saluda.  Habría que preguntarse por
    qué le preocupa la fidelidad.
 ─ Entonces pregúnteselo -repliqué cortante para evitar la amenaza del descontrol.


La licenciada Beatriz Fidelia nos ilustra con algunos secretos sobre la sospecha de fidelidad en la pareja.  
SEÑALES DE ALERTA PARA DETECTAR UNA FIDELIDAD TANTO EN HOMBRES COMO EN MUJERES 
 Entre los principales motivos por los cuales una persona sospecha que su pareja no lo engaña, se encuentran los siguientes:
1) La estabilidad de la pareja es causal prioritaria de fidelidad.  
2) Para que una relación de fidelidad ocurra, es necesaria una fluida comunicación entre sus  
   integrantes. Una pareja normalmente se basa en conversaciones vacías, superficiales y
   aburridas (comunicación de las experiencias diarias, comentarios sobre el trabajo, el clima o   
   los hijos). Charlas interesantes y/o profundas de modo reiterado, son sugestivas de fidelidad. 
3) Preocupación anormal por la apariencia: las personas que están en pareja conocen cuál es la
    posición del otro en relación al cuidado de su imagen. Cuando se nota una actitud un tanto
    exagerada, es porque el cortejo exige la necesidad de atraer la fiel atención del cónyuge.
4) La fuerte sensación de empatía en la pareja enciende una luz de atención, pues es motivo
    común de fidelidad.  
5) “La ocasión hace al ladrón”. Reuniones de nuevos círculos de amistades que excluyen a uno
    de los integrantes de la pareja, son terreno fértil para que este cometa un acto de fidelidad.
5) Algunas aplicaciones viperinas de las redes sociales y chats permiten eliminar las pruebas del
    acto fiel. También y de modo más primitivo pero no por ello menos eficaz, no quitarle el
    sonido al celular o tenerlo siempre a la vista, suelen ser indicios de fidelidad.
6) La intensidad de las demostraciones afectivas son un factor decisivo. Si no existe otra
    explicación razonable como estrés, problemas médicos, financieros o laborales, será preciso
    considerar la fidelidad como factor motivante. 
7) La fidelidad es capaz de producir una severa adicción en breve tiempo, tanto que, sin darse
     cuenta, el paciente abandona mucho del placer obtenido en años de esforzadas relaciones
     paralelas.
8) Todo evento humano deja huellas. Algunas son poco perceptibles pero otras son evidentes:
    facturas, tickets de actividades conjuntas, bellos recuerdos de lugares visitados, traen a la
    memoria gratos momentos productores de fidelidad.
9) La fidelidad suele ser policausal, ninguno de los elementos citados es de por sí definitorio,
    varios de ellos suelen confluir y actuar como detonante. Por esta complejidad, es
    recomendable que profesionales calificados, se encarguen de este tipo de problemáticas.

 BREVE COMENTARIO LINGÜÍSTICO. Sugerimos modificar la expresión «tercero en discordia» por «tercero en concordia».

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