Es lo mismo el ser de las cosas que su
sentido. Parménides
Las cosas se complicaron cuando me animé a sincerarle
mis sentimientos. Mariel me devolvió una expresión de fiesta aguada, cuando en
respuesta a un “te quiero mucho” dicho al pasar mientras lavábamos la vajilla,
con una sonrisa apenas satisfecha y un despunte de picardía en los labios,
inició la interpelación: —¿me amás o me querés?
A sabiendas
de que su sensibilidad había captado una insuficiencia en mi declaración, y
como yo venía apaleado de un fracaso amoroso más o menos reciente, me
apuré en rectificarme: —Mary te amo -te amo mucho -repetí con énfasis y entera convicción.
No del todo conforme ella esbozó una mueca de escepticismo: -dijiste que me “querés” mucho. Yo a mis amigas también las “quiero” mucho, pero solo son amigas. ¿Acaso no soy más que una amiga para vos? -me preguntó con los ojos brillosos y bien abiertos. Como a toda costa quería evitar una colisión, exclamé:
—¡Noo! —Te
amo más que a nada.
—¿“Mas que
a “nada”? eso es muy poco —exclamó contrariada— me llamo Mariel, y no Mary,
después no vengas a decir que soy yo la que cambia las cosas—. Seguidamente congeló el rostro en compás de espera, las
comisuras se le alargaron milimétricamente hacia abajo, componiendo un dolor
que ponía en peligro lo que ella llamaba bonitamente “lo nuestro”. Por mi parte
me quedé sin saber qué responder a su acusación, y cuando estuve listo para
salir del paso con una respuesta circunstancial, ya se había puesto a secar los
platos.
No había
sido esta nuestra primera disputa por un malentendido, y por lo visto seguirían
muchas más. Sin esfuerzo recordé la
antepenúltima:
—Mariel —¿sos feliz? me animé a
preguntarle, ilusionando una respuesta que me vinculara directamente con su
bienestar. Su mirada se detuvo en mí como queriendo averiguar si me burlaba. Al comprobar que
iba en serio, me preguntó: ─¿sos o te hacés? ¿Cómo voy a sentirme bien si me
llamás así?
Sorprendido repliqué lo obvio: -te llamé por tu nombre
─Lo hiciste
para molestarme.
─¿Eh?
─Dijiste Mar
i él, acentuando “él” y poniendo en duda mi femineidad
─¿Me
reprochás que te llame por tu nombre?
─Con tu
tonito de soberbia querés ironizarme. Si esto sigue...
Con humilde gesto, hice silencio y desvié mi atención
al perro.
Alejo de
nombre y Smirnoff de apellido, giraba la cabeza con ojos que, por lo avanzado
de la hora, imploraban consideración por sus urgencias naturales; piadosamente
saqué a darle una vuelta y a un rato de reflexión.
Ambos salimos a la noche fraterna, haciéndonos
compañía, dejándonos envolver por la húmeda oscuridad del otoño. Caminamos un
par de cuadras hasta un paredón frente al que nos detuvimos, con Alejo exaltado ante la perspectiva de hacer lo
suyo y yo listo para meditar.
En estado
de alarma interior por la advertencia de Mariel, me había invadido un gran malestar
y sobre todo, el miedo a perderla. Lo peor, tengo que admitirlo, es que su
dolor me conmovía profundamente. No dejaba de culparme por el tono de mi voz, y
por haber elegido mis palabras con poca precisión, en suma por ser el
responsable de mis dificultades. Confieso que era una mujer muy atractiva, y mi
mente y bastante más abajo, evocaron las aptitudes de su humanidad que solía frecuentar
con urgencias variables, cuyas intensidades me exigían una pronta reconciliación.
En la oscuridad la deliré dominante, le rendí pleitesía y me dejó acariciarla victoriosa,
imperando, doblegando, censurando, sometiendo… gerundiando.
Tras cada
discusión que, en verdad, no llegaba a ser tal porque yo me rendía antes de que
se desarrollase, el deseo sin apagarse me fustigaba y me proponía avenirme a un
arreglo sin dignidad, a la farsa de una componenda. Vi su nariz delgada, ligeramente
curva que, combinada con el rostro enmarcado por anteojos negros, le dibujaban
rasgos severos; y sentí que haría lo que fuese para volver a poseerla.
Con esa decisión en mente, me apoyé con el hombro en
una zona limpia del paredón, y con la correa floja en mano, recapitulé.
La pretensión
que el amor reclama –me dije- es su inmutabilidad, vale decir que, en todas
partes y en todos tiempos, sea siempre el mismo,
y eso obedece a…
—¿A qué? —preguntó Alejo agitando la cola.
—A una
buena comunicación entre los enamorados, que les permita ponerse de acuerdo y afirmar
el entendimiento sólido y profundo, del que es capaz el lenguaje puesto al
servicio del amor.
Pero ella administraba
mis palabras organizándolas a su antojo, anudándome a los sentidos que
reinventaba y que desprendían de sí sentidos nuevos, en su opinión, mayormente
ofensivos o insultantes, todo terminaba en sollozos y en el consabido: “sos un
maltratador”. Cada una de mis palabras, cada
frase, eran cuestionadas tras un severo examen, despertando tirantez en la
relación y temor al abandono.
Yo pagaba
un alto precio por hablar y Alejo lo sabía, no por ser mago o porque tuviese
poderes especiales sino que, veterano testigo de nuestras reyertas, estaba al
tanto de mis dificultades. Cada vez que abría la boca sentía que me jugaba la
vida y la continuidad de nuestro amor, lo que al comienzo fue valorado como
divagaciones inspiradas de un poeta, en breve se catalogaron como excentricidades
de un egomaníaco delirante… Cualquier diálogo podía caer en los claroscuros de
la ambigüedad que, devenida en sospecha, condicionaba un distanciamiento: “alcanzame
la pava” era transformado por su oído tendencioso en “alcanzámela... pava.” Este
tipo de pequeños malentendidos provocaban grandes heridas emocionales que
descargaba sobre mí como un imprevisto temporal; vivía enojándose y no era para
menos, en cada episodio se sentía desterrada a una enorme soledad.
Las dobles
acepciones picarescas fogoneaban su imaginación, cada una requería de una
aclaración y de un juramento: “te juro que no lo dije en ese sentido”, a los
que sucedían vanas discusiones que se prolongaban hasta agotarnos mutuamente. Evoco
con humor agriado este lapsus histórico,
una nota marginal para engorde del chimento, que cometí al encontrarla
casualmente en la calle: quise decirle: “tengo mucho gusto en encontrarte”,
pero le dije: “tengo mucho busto en encontrarte.” Se armó la de San Quintín —¿en
quién pensabas cuando me saludaste? ¿querés una que tenga más delantera?
—Cometí un
error por querer hablar rápido —me defendí a pesar de que hasta el perro
pareció amonestarme.
—Te
confiaba plenamente, qué estúpida, sos un fraude, un farsante…
El lapsus catalogado
por Mariel como una “verdad que emerge” y que tildó de salvajada cruel, la convenció de haber descubierto mi
verdadero yo: el de un pervertido que solo se interesaba en ella por sus
protuberancias. En consecuencia, se afirmó en sus recla―mos afectivos no como
un ajuste de cuentas, sino una sensata reacción a mis desprecios. Cuando esto
sucedía no respetaba ninguna opinión que no fuera la propia.
“Mucho busto” era un trofeo que sacaría a relucir cuando
las circunstancias lo requiriesen, una pieza artesanal, irrepetible, conservada
sin desgaste y a perpetuidad.
¿Qué más
puedo referir que no sea mi impotencia antes su oídos que tergiversaban mis
palabras, y los míos condenados a escuchar sus protestas. Sacudido por la negra
sombra de la culpa me surgía el deseo de reparación: un beso componedor, y una cautelosa
disculpa por un error que no había cometido.
Yo no
estaba preparado para una constante desaprobación, sus críticas me afectaban
tanto como a ella los equívocos. La alternativa era de hierro: o enmudecía o me
separaba; nuevos errores implicaban perderla y volver a experimentar otro
fracaso. Comprendí que la solución no era estancarse sino dar con un modo de
hablar que no resultara enigmático, ni diera la sensación de un mensaje
subterráneo, que favoreciera las quimeras que sus orejas fabricaban y que
siempre terminaban mal. ¿Qué hacer para que el diálogo y congeniar fuera
posible?
Dirigí mi
atención al perro, con él nos entendíamos bien: si silbaba Alejo venía, si él ladraba,
yo le daba de comer. ¿Pero cómo alimentar la confianza de mi mujer? En la etapa
de seducción podía mostrarse dócil como una hembra en celo, pero luego
prevalecía su carácter firme e intolerante que forzaba la natural flexibilidad
del lenguaje. Evoqué mis primeros intentos por resolver este delicado problema.
El perro se
sentó mirándome a mí y a la luna, quizás pidiendo ser liberado de la correa.
Se hacía
necesaria una innovación audaz. Dejándome llevar más por el buen sentido que
por el corazón, deseché aprenderme los textos de memoria y recitarlos como un
guión bien estudiado. Luego, y más elaboradamente, se me ocurrió prologar mis
palabras, para hacerlas previsibles y reducir la posibilidad de un
desentendimiento. Parecía
prometedor encabezar el texto ofreciendo un breve resumen que
permitiera hacerse una idea previa del contenido para acotar las indeterminaciones,
la inconstancia de los sentidos, y con ello mi angustia ante el temor de ser
mal entendido. Funcionaría así: “antes
de decirte lo que tengo para decirte, te diré lo que tengo que decirte”.
Un domingo
por la mañana, me decidí a la prueba de fuego. Al despertar, sonriente y servil
le dije:
—¡Amor!
seguidamente y a modo de prólogo, diré lo que luego te diré sobre el desayuno: “que
te serviré una bandeja con facturas recién salidas del horno y te solicitaré
con tono afectuoso y para complacerte, que permanezcas en la cama. En la
bandeja, y para tu sorpresa, dejaré un pequeño sobre con una misiva, que expresará mi amor clara y simplemente”. Ahora bien, dicho esto, te
diré lo mismo que acabo de decir.
Conteniendo apenas su impaciencia, Mary se indignó:
—Desconfiás de mi capacidad intelectual.
—En
absoluto. Lo hago para ponerte sobre aviso y facilitarte una versión original,
para que puedas ir puliendo aristas conflictivas—. Pero ella no dio el brazo a
torcer y volvió la carga:
—Me hablás
en duplicado, como si no fuera capaz de entender cualquier cosa.
—Lo hago porque
sos capaz de entender cualquier cosa— repliqué con suficiencia.
Mi novia sacudió la cabeza con expresión huraña.
Únicamente un cinismo o una indiferencia gigante -que yo no poseía-,
podían confrontar sin inquietarse, con su rostro almidonado por el mal humor.
El perro
agitó el hocico, olfateando un momento complicado y se acomodó contra la raíz
de un árbol, forzado a seguir acompañando mis recuerdos.
En vista de
que ella había tomado mi plan como una afrenta, puse paños fríos y lo deseché,
a pesar de que en mente tenía algunas magníficas duplicaciones, del tipo:
“vamos al cine” y su doble gemelar: “vamos al cine”, y otra extraordinaria: ¿querés
café con leche o té? y su calco: ¿querés café con leche o té?
Un segundo intento, que nació con algunas
semanas de diferencia, fue la elaboración de un proyecto que, bajo el lema Dios no
precisó de barroquismos para crear el mundo, denominé: “Los seis pasos fundamentales para
un discurso sencillo”.
1) —Únicamente manifestaré ideas intrascendentes, que
no sean para la
memoria ni
inviten al análisis.
2) —Ahorraré epítetos, cuanto más llanas las
oraciones, tanto mayor será
su
purificación y la dificultad en alterarlas.
3) —Las frases serán breves y concisas. Más de un
adjetivo por cada cinco
sustantivos,
será calificado como pecado.
4) —Será un lenguaje Adánico, que aliente una mente
despejada y libre de
enmarañadas complicaciones.
5) —Evitaré en cuanto de mi dependa, los
retorcimientos de las palabras y
también
los incómodos silencios, que propician el malestar en
ascensores,
desazón en el amor y reproches: “no sos sincero conmigo,
te
recluís, no formo parte de tu vida.”
6) —Que el dominio sobre mis palabras sea un faro
ético, inconfundible
signo de
amor
Al completar
“los seis pasos fundamentales”, me pregunté qué haría un hombre de mi esencia
romántica, de enamorarse de una extranjera cuyo idioma no hablara con soltura? Para
colmo, las palabras pronunciadas por mera intuición, sin haber profundizado el
idioma, están sujetas a numerosos errores y malas interpretaciones. En un
chispazo de lucidez, me dije: compraría un diccionario para conquistar su amor
y transmitirle sin fallas mis sentimientos.
Asistirme
con un diccionario fue una magnífica idea y no iba a demorar servirme de él. En
efecto, esa misma tarde me encontré en una librería de Villa Pueyrredón, comprando
el Diccionario Santillana de la Lengua Española. Era un volumen de considerable
espesor con mejoras bianuales que, con el correr de las ediciones, lo habían
engrosado. Como una mujer que espera ser abierta y deshojada, ponía dócilmente a
mi disposición la memoria del idioma, aspiré el perfume a hoja nueva, imaginé
activarse a las palabras, suspirar, jadear...
Tras asegurarme
que los ojos inquietos de Mary no me observaban, lo oculté en un cajón del
aparador, a mano para consultas de emergencia. A la cena probé con una frasecita
inofensiva, quise decir: “alcanzame el pan”, que daba lugar al reproche: “¿yo no
te alcanzo?” gracias al diccionario lo cambié por el más popular “pasame el
pan”. En efecto, me pasó el pan sin objeciones, y este fue mi primer éxito. Unos
días después, recién llegado de la oficina, iba a contarle: “tuve que apechugar
el malhumor del jefe”, por suerte consulté el mataburros y para sortear obvias
connotaciones, lo reemplacé por: “soporté el
malhumor del jefe”. Cada cosa volvió a su lugar, a ser lo que es, y por
unos días dejamos de vivir en un mundo en el que reinaba la ambigüedad.
Sorprendida
por mi repentino cambio, y aunque Mariel se mantenía en guardia, las
suspicacias menguaron, la generosa abertura de sus ojos se achicó levemente
como cicatrizando una herida abierta, el semblante se veía dulcificado,
empezaba a creer en la sinceridad de mi amor. De a poco, recuperamos el
romanticismo de los comienzos. Al controlar lo que ella escuchaba, me convertí
en dueño de lo que yo decía. Era fabuloso.
El límite residía en que al salir de paseo, el riesgo de
un malentendido incrementaba la sensación de adversidad, que se hacía presente fatalmente
incrementada. Asimismo un volumen de tal importancia no entraba en mis
bolsillos y hubiera tenido que cargarlo debajo del brazo. Sin la asistencia del
diccionario, celosamente guardado en
su escondite, no me era posible idear una versión incuestionable de mis
palabras. Tampoco podía blanquear su adquisición, porque hasta aquí Mary
atribuía al amor lo que, en verdad, pertenecía al territorio del intelecto.
A pesar de
las dificultades, no quise dejarme vencer por la resignación y dar una batalla
más. Para cuando saliéramos, me resolví por una edición de bolsillo que aprendí
a manejar con rapidez y, sin pecar de soberbia, hasta con maestría. La
discreción era primordial, lo consultaba a escondidas sobre el inodoro del baño
de hombres, indagando responsablemente por la palabra óptima como si Dios no
existiera, o al amparo de alguna oscuridad propicia para esa trampa. Y todo ese
trabajo para no inquietar a Mariel con el sospechoso “tengo un programa[1]” en vez de “tengo el
afiche”. Sin embargo y a pesar de los resultados positivos, en la práctica
había perdido la tranquilidad en nuestras salidas, me figuraba el chismorreo de
la gente viéndome pasar con el diccionario debajo del brazo. ¿Qué diría la
mujer del portero o la atención bien despierta del canillita? Además a mi carácter escrúpulos, el pequeño
diccionario le resultó insuficiente.
La comunicación
se vuelve terriblemente difícil, cuando se tiene la convicción de que nada
cuenta tanto como el amor, así los amantes se vuelven susceptibles y
comienzan a regir los despropósitos de los
afectos. A pesar de mis esfuerzos, cada tanto ocurría un malentendido, cualquier
yerro sembraba una desconfianza que, retornando en una recriminación chillante,
ponía en tensión la cuerda de mis tímpanos y actualizaba un destino incierto
para nuestro amor. ¿Cómo perfeccionar el entendimiento con mi amada? Rachas
melancólicas me asaltaban.
Una tarde
lluviosa, tomando un café en el bar del matutino El Faro de Almagro, por obra
del azar cayeron en mis manos unos apuntes de geometría que alguien había
dejado hecho pedazos sobre la mesa. Era un borrador del discurso de apertura de
ciclo de la Facultad de Ciencias exactas, que rehice trabajosamente y que me
produjo una honda impresión. El tema era “La Geometría y el amor”. Como al orador la elocuencia le era un
don ajeno, se esforzaba por hilvanar conceptos geométricos y filosóficos de
modo atractivo, para no desanimar a una audiencia mayormente compuesta por
estudiantes, poco dispuestos a maravillarse por las vinculaciones entre la
geometría y las emociones.
Hice un
breve resumen: “Magnífico y Excelentísimo Sr. Rector, profesores y
alumnos: Por su cortesía vengo a oficiar la lección inaugural que denominé “La
Geometría y el amor”. El tiempo y la experiencia enseñan que las
contradicciones son parte de la naturaleza humana. Pascal decía: “pertenece a
la estructura de la verdad el tener la apariencia del error y al error la
apariencia de la verdad”. Einstein no vaciló en objetarlo: “Dios no engaña, las
cosas parecen exactamente lo que son”.
Educandos: la colaboración histórica de la
geometría con otras disciplinas ha sido proverbial. Tres siglos antes de que
cristianismo fundara la noción de un Dios que es Amor, Platón puso en el
frontispicio de su Academia: el oficio de
Dios es hacer Geometría. No es de sorprenderse pues, que el mito de
Aristófanes, que caracteriza a ambos sexos mediante dos semiesferas, fuese
citado en el Banquete. Baruj Spinoza facilitó un acercamiento geométrico al
Todopoderoso, Newton, en un aporte substancial, determinó que los enamorados
considerados como dos masas, se atraen de manera inversamente proporcional al
cuadrado de la distancia que los separa.
Para finalizar: digo homo sapiens y significo “el hombre que conoce”; digo aletheia, y denoto “la verdad que se
desoculta”, por ende, afirmo que cuando la Geometría reveló la aletheia del amor, el hombre se hizo sapiens. [2]
El borrador
me había picado, y esa noche daba vueltas y más vueltas en casa sin poder
dormir, estaba agitado y ni siquiera me aliviaron tres vasos de buen vino. A
pesar de mi diccionario de bolsillo, hablar con Mariel no me había ocasionado
más que disgustos, paulatinamente me fui transformando en un hombre silencioso y pesimista, que hasta
dudaba si dirigía su propio destino. Casi convencido de que no había forma de
resolver el dilema, en el despunte de la madrugada, me vino esta idea: “el amor
es un pensamiento hecho sentimiento”; y como todos los pensamientos tiene su escritura,
concluí que también este debería poseerla. Sabía que estaba ante algo grande pero
aún no veía del todo claro. Me cebé unos mates y, bombilla en mano como un
puntero, dibujé en el aire dos líneas rectas. La A que representaba al hombre,
y la B a la mujer. Otra sorbida y me
detuve a revisar mi creación, con lupa y en profundidad.
Según la geometría humanística, los
espacios del amor son verificables como fenómenos geométricamente bien
definidos.[3]
Era irónico ver las complejidades de
los vínculos amorosos reducidas a dos líneas paralelas. Su perfección radicaba
en que no eran nada retorcido ni complicado, sencillamente dos rectas, una al
costado de la otra, que no guardaban contacto entre sí. A partir de mi
descubrimiento, basado en una idea muy diferente de lo corriente acerca de las
relaciones amorosas, el hombre ya no sería un sujeto de la sinrazón del amor,
sino un ser abierto a un ámbito de reflexión y sabiduría.
Mientras
cavilaba, Alejo, sin una hembra para entretenerse, desinteresado en el tortuoso
camino de mis pensamientos, no tanto para aliviarse sino para hacer tiempo, levantó
por enésima vez la pata trasera, consiguiendo exprimir unas gotas que
permanecían atascadas.
—En qué
pensás— quiso saber, agitando la trompa con lentitud y resollando hastío que,
como buen lamedor, desparramaba con abundante saliva, sobre la piel.
—En geometría —dije abstraído.
Sin
inmutarse, respondió con un ladrido de advertencia: —Ojo con tus nervios.
—Cuando el
mundo está al borde de dar un vuelco y uno se siente en el filo de la historia—,
sermoneé con gravedad —no es fácil mantenerse impasible.
—¿Qué
borde, qué vuelco? —gruñó— me suena a
disparate.
—Sé que es
difícil de comprender hasta para la mente de un perro, pero eso es lo que hace
grandioso a mi hallazgo.
Alejo me pidió bajar la voz: —los vecinos echarme la
culpa—, y luego dejó ladrar a su bien orientado sentido común:
—Una y otra recta deberían cruzarse al menos una vez, ¿qué
clase de enamorados serían los que no tienen ni un punto de contacto?
—De haber un cruce —refuté—, arriesgarían un
malentendido y con ello el fin del vínculo. Te parecerá irreal, pero así es la
naturaleza humana.
Con hastío
anticipado, Alejo se encogió de hombros en el inicio de la resignación. Sin
dejarme distraer, le expliqué: —La Geometría humanística se propone la
construcción y la clasificación de todos las clases posibles de amor, de ello resulta
que los segmentos A y B son los distintos modos que existen de decirlo. Esta
teoría que bauticé “de los opuestos no tensionantes”, admite dos orientaciones
bien definidas que, a su vez, abren la cuestión de la compatibilidad: A no
podría ser paralela de B si B no existiera, por lo tanto A y B, macho y hembra,
mantienen una relación de recíproca dependencia, aunque no de servidumbre.
Los mofletes
de Alejo sacudidos por un temblor lento, daban cuenta de que su espíritu perruno
había comprendido la magnitud del momento. Yo sentí que me faltaba el aliento, como si dar
vueltas en mi dormitorio me hubiese fatigado; tuve frío en las mejillas y luego
calor, quise calmarme sin conseguirlo del todo. Me sabía en las vísperas de
un alumbramiento, que estos conocimientos altamente abstractos, diesen vida a un decir inequívoco que fortaleciese mi
credibilidad.
El desafío era materializar la teoría de
las rectas paralelas en un objeto de la realidad concreta. Si bien los
diccionarios habían minimizado los equívocos, aún daban lugar a error. Para cubrir esa insuficiencia, barajé la posibilidad
de un diccionario español-inglés, e inicié la animada tentativa de hablarle
en un idioma que yo conocía y que Mariel ignoraba, en consecuencia, tan incomprensible
como inobjetable. Además
cumpliría con un viejo sueño, el de poseer un diccionario bilingüe y un globo
terráqueo para explorar el mundo.
Forzada a
tributar honores a la perfección de mis oraciones, a la fraseología sin hendijas,
mis palabras dejarían de tener un
destino incierto en los laberintos de sus orejas ladinas, nuestro
amor quedaría a salvo, arrancado de la zona de incertidumbre que sus falsas
interpretaciones me imponían.
—What is this thing called love?
—¿Lo qué?
—dijo Mary con gesto adusto.
—How
are you?
—No
entiendo el inglés.
Para cerciorarme de que no era una farsa, fui insultante:
—you are foolish - sos tonta—. Sin
poder contestarme, guardó silencio por dignidad.
No satisfecho le susurré:—silly and brainless —tonta y descerebrada—
que premió con ojos agradecidos.
A pesar del exito, tuve que volver sobre mis pasos al comprobar que aún
quedaba margen para la confusión: la posibilidad de traicionarme en la
traducción al inglés eligiendo un vocablo equivocado. Una cosa es confundirse
por una demencia senil o una enfermedad, esto lo soportaría relativamente bien
porque es algo natural, pero no sería este el
caso y por ello me torturaba. Me propuse entonces un último cambio basado en no ceder a la tentación de un discurso explícito, con
tal fin pondría mi voz en idiomas que ambos desconociéramos y por ende libres
de error. Esta vez apelé a un diccionario checo-japonés
para impedir todo tipo de deslices acústicos. Al momento supe que había
acertado, que mis pensamientos expresados de manera vaga, ahora redoblaban su
natural absurdo, evitando enojosos enfrentamientos. De mi boca salía una cadena
perlada de sonidos, incorruptibles y de cristalina esencia, un verdadero antídoto para su oído antojadizo. Para favorecer
el rito de la tertulia, tramé un
diálogo en la libertad que da
prescindir de los sentidos de las palabras; checo y japonés creaban un universo
singular, pleno de sonoridades vaciadas de significación y, en consecuencia,
invulnerables.
Creo que
voy en la dirección correcta, cuando sin
saber lo que digo al hablarle en japonés, su rostro se ilumina en un gesto
dócil, multiplicando el encanto de su
alegría aniñada, candorosa hasta el fin de la vida, como si ese fin no
existiera, como si fuera el avatar de una novela, inventado con el solo afán de proveerle interés. Como un regalo
para el día de los enamorados, la sorprendí con un saludo especial en húngaro, cuyas
cadencias espero le hayan agradado. En un futuro próximo le recitaré un poema
turco que estoy memorizando, que transmite buenas vibraciones y sentimientos, y
que percibirá sin tropiezos.
Tras caminar en un amplio semicírculo que me condujo de
regreso, ahora estoy en la intimidad del
dormitorio, sentado en el borde de la cama; con Alejo en la alfombra y Mary
dormitando, me concedo un momento para filosofar y tomar una taza de té. Cada persona tiene su propio idioma por lo
que todo amor se torna bilingüe. Uno se percibe desterrado a una enorme
soledad, irremediablemente ajeno a los modismos, a sus ecos sutiles, en las
resonancias que evoca. Nadie supo resolver esta circunstancia amarga, hasta que
el secreto me fue revelado, gracias a la teoría de las rectas paralelas.
Alejo hociquea: quiere un poco de agua.
Mueve la cola: quiere
una caricia.
Le da una lamida a mi mano: está en paz.
Mariel se despereza, me dice: —Hola ¿fue un buen
paseo?
Le respondo —velmi roztomilý.
—Que tengas
buenas noches
—Děkuji vám.
Con expresión de beatitud, Mariel se acurruca contra
mí, bosteza y se adormece con gesto placentero.
Y yo me
digo: —To je pravá láska esto es
verdadero amor.
[1] Para el lector incauto, la segunda acepción de “programa”
es una salida con alguien del sexo generalmente opuesto.
[2] Aclaro
que esto es una caracterización propia y que no me la copié
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