La muerte es evasiva respecto del lenguaje. El hecho de que este
acontecimiento central de la vida, razón de incesante reflexión en el ser
humano no se pueda decir de manera acabada, causó que a lo largo de la historia
se convirtiera en un fuerte estímulo para la retórica, la literatura y la
poesía, y que asimismo haya promovido un notable enriquecimiento del lenguaje.
Desde el Poema de Gilgamesh (4000 AC) que es una larga meditación sobre
la muerte, en adelante no se ha parado de escribir sobre la cuestión hasta
conformar, gracias a las contribuciones de diversas disciplinas, un verdadero
lenguaje funerario. Éste ha ocupado un importante lugar en todas las
sociedades, al punto que tanto sus características como sus modos de utilización,
dan cuenta de la concepción del mundo de cada una de ellas. Si en algo han
coincidido las culturas es en conferir a la muerte un carácter metafórico o
abstracto, habiendo sido tratada por lo general, no como un acontecimiento
terminal sino como una renovación de la vida. Esto explica la preferencia de
los seres humanos por sustituir el concepto final de “muerte” con significantes
que connotan un estado de tránsito -sueño, descanso o metamorfosis-, lo cual
indica una transacción entre el deseo de vivir y el de morir. En buena parte de
los pueblos “muerte” es una palabra maldita, un tabú lingüístico, el solo hecho
de pronunciarla es de mal presagio por la amenaza de que, vía del pensamiento
mágico, pueda hacerse realidad. Regis Debray en “Vida y Muerte de la Imagen”,
explica que Signo deriva de sema que significa Piedra Sepulcral. Parece ser que
los primeros signos lapidarios, consistieron en marcas cuneiformes mínimas que
se grababan en las tumbas; estos signos fueron convirtiéndose a lo largo del
tiempo, en el nombre que distinguía a una persona de la otra. En este sentido,
cabe considerar la importancia que el nombre tenía en la Antigüedad, tanto que
para los mesopotámicos -y muchas otras culturas- una cosa sin nombre no
existía, por tal razón y luego de acaecida la muerte, se gritaba los nombres
para que no fueran olvidados, costumbre que luego se continuó en Grecia y Roma
(conclamatio) y de modo parecido en Egipto. Por todos los medios que pudo, el
hombre ha intentado e insistido en confrontarse con su propia mortalidad vía de
la palabra o, más precisamente, a través de los diferentes lenguajes con que ha
contado, desde la utilización de los primeros jeroglíficos en la Mesopotamia,
pasando por el surgimiento de los epitafios en Grecia y Roma, sumado al aporte
de Egipto, que muchos sostienen como cuna del lenguaje fúnebre por la creación
del Libro de los Muertos. Posteriormente, la modernidad trajo con la imprenta
un cambio notable al posibilitar la confección de esquelas de convite,
participaciones, y la difusión de poemas y canciones relacionadas con el tema
necrológico. Hoy en día la contribución informática, permite registrar en
Internet la aparición de cementerios virtuales y esquelas electrónicas. El
deseo de ser recordado obtiene su cauce a través de una retórica que el
lenguaje ha ido acuñando, y que comprende los modos en que éste se pone al
servicio del tan humano anhelo de inmortalidad. Una clara muestra son las
pompas fúnebres, misas, epitafios y recordatorios, todos ellos utilizados como
instrumentos para permanecer en el recuerdo de los semejantes y garantizar de
esta forma alguna clase de supervivencia. Si Cicerón decía que “La verdadera
vida de los muertos está en la memoria de los vivos”, desde el psicoanálisis
podemos añadir que la memoria también habita y se transmite a través del
lenguaje. El Lenguaje de la Muerte no sólo abarca la palabra sino también
incluye las imágenes, de ahí el uso de esculturas funerarias, cuadros y
pinturas. Por su lado, la Iglesia Católica dio un importante lugar al arte
visual con el fin de educar al pueblo en el ars moriendi, “arte del bien
morir”. Finalmente, si bien es cierto que el lenguaje satisface al individuo en
su anhelo de no morir, maquillando la literalidad de la carne mediante la
retórica funeraria, es en razón de su misma estructura -que no le permite decir
la muerte-, que no deja morir enteramente al sujeto. Pero eso no es todo, late
en el humano una pulsión por saber, por hacer inteligible la muerte, por
examinar las formas quietas apresadas en eso que o “es un cuerpo (una cosa) que
pertenecía a una persona” o bien “es el cuerpo de una persona”. Es un asunto no
decidido, y es mi opinión que el intervalo que abren estas proposiciones,
motiva el decir ante la dificultad de no poder ubicar un significante preciso.
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