miércoles, 26 de julio de 2017

EL LENGUAJE Y LA MUERTE


La muerte es evasiva respecto del lenguaje. El hecho de que este acontecimiento central de la vida, razón de incesante reflexión en el ser humano no se pueda decir de manera acabada, causó que a lo largo de la historia se convirtiera en un fuerte estímulo para la retórica, la literatura y la poesía, y que asimismo haya promovido un notable enriquecimiento del lenguaje.


Desde el Poema de Gilgamesh (4000 AC) que es una larga meditación sobre la muerte, en adelante no se ha parado de escribir sobre la cuestión hasta conformar, gracias a las contribuciones de diversas disciplinas, un verdadero lenguaje funerario. Éste ha ocupado un importante lugar en todas las sociedades, al punto que tanto sus características como sus modos de utilización, dan cuenta de la concepción del mundo de cada una de ellas. Si en algo han coincidido las culturas es en conferir a la muerte un carácter metafórico o abstracto, habiendo sido tratada por lo general, no como un acontecimiento terminal sino como una renovación de la vida. Esto explica la preferencia de los seres humanos por sustituir el concepto final de “muerte” con significantes que connotan un estado de tránsito -sueño, descanso o metamorfosis-, lo cual indica una transacción entre el deseo de vivir y el de morir. En buena parte de los pueblos “muerte” es una palabra maldita, un tabú lingüístico, el solo hecho de pronunciarla es de mal presagio por la amenaza de que, vía del pensamiento mágico, pueda hacerse realidad. Regis Debray en “Vida y Muerte de la Imagen”, explica que Signo deriva de sema que significa Piedra Sepulcral. Parece ser que los primeros signos lapidarios, consistieron en marcas cuneiformes mínimas que se grababan en las tumbas; estos signos fueron convirtiéndose a lo largo del tiempo, en el nombre que distinguía a una persona de la otra. En este sentido, cabe considerar la importancia que el nombre tenía en la Antigüedad, tanto que para los mesopotámicos -y muchas otras culturas- una cosa sin nombre no existía, por tal razón y luego de acaecida la muerte, se gritaba los nombres para que no fueran olvidados, costumbre que luego se continuó en Grecia y Roma (conclamatio) y de modo parecido en Egipto. Por todos los medios que pudo, el hombre ha intentado e insistido en confrontarse con su propia mortalidad vía de la palabra o, más precisamente, a través de los diferentes lenguajes con que ha contado, desde la utilización de los primeros jeroglíficos en la Mesopotamia, pasando por el surgimiento de los epitafios en Grecia y Roma, sumado al aporte de Egipto, que muchos sostienen como cuna del lenguaje fúnebre por la creación del Libro de los Muertos. Posteriormente, la modernidad trajo con la imprenta un cambio notable al posibilitar la confección de esquelas de convite, participaciones, y la difusión de poemas y canciones relacionadas con el tema necrológico. Hoy en día la contribución informática, permite registrar en Internet la aparición de cementerios virtuales y esquelas electrónicas. El deseo de ser recordado obtiene su cauce a través de una retórica que el lenguaje ha ido acuñando, y que comprende los modos en que éste se pone al servicio del tan humano anhelo de inmortalidad. Una clara muestra son las pompas fúnebres, misas, epitafios y recordatorios, todos ellos utilizados como instrumentos para permanecer en el recuerdo de los semejantes y garantizar de esta forma alguna clase de supervivencia. Si Cicerón decía que “La verdadera vida de los muertos está en la memoria de los vivos”, desde el psicoanálisis podemos añadir que la memoria también habita y se transmite a través del lenguaje. El Lenguaje de la Muerte no sólo abarca la palabra sino también incluye las imágenes, de ahí el uso de esculturas funerarias, cuadros y pinturas. Por su lado, la Iglesia Católica dio un importante lugar al arte visual con el fin de educar al pueblo en el ars moriendi, “arte del bien morir”. Finalmente, si bien es cierto que el lenguaje satisface al individuo en su anhelo de no morir, maquillando la literalidad de la carne mediante la retórica funeraria, es en razón de su misma estructura -que no le permite decir la muerte-, que no deja morir enteramente al sujeto. Pero eso no es todo, late en el humano una pulsión por saber, por hacer inteligible la muerte, por examinar las formas quietas apresadas en eso que o “es un cuerpo (una cosa) que pertenecía a una persona” o bien “es el cuerpo de una persona”. Es un asunto no decidido, y es mi opinión que el intervalo que abren estas proposiciones, motiva el decir ante la dificultad de no poder ubicar un significante preciso.

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