lunes, 2 de septiembre de 2013

EL GATO - Cuento -

Conocí los gatos de mi vecina hace tres años, es decir, uno después de mudarme al edificio. Rosalía les había puesto nombres de persona y creo que por eso no me gustaban, a él Héctor posiblemente en homenaje al hijo que no había tenido, y a ella Minie, imputable a un rasgo frívolo de su dueña que la hizo escoger el apodo de una actriz de los años dorados de Hollywood.

Los amaba de manera diferente, a Héctor como al rey de la casa y a Minie como a una amiga o a un capricho, y por momentos también como a un bebé. Aunque Minie era la más mimada, él era, por lejos, el predilecto. Cuando la gata murió arrollada por un auto, Héctor adquirió aún mayor protagonismo, y si antes había sido el más consentido, ahora gozaba de una posición de absoluto privilegio.

Sin embargo el destino tampoco fue benigno con él, y al poco tiempo enfermó de diabetes. El deterioro fue rápido, él que hasta ahí había sido un animal libre y audaz se volvió dependiente y sumiso hasta parecerse a un perro.

Si el fin de Minie había pasado desapercibido en la casa, cuando en el verano Héctor empeoró hubo revuelo, se produjeron movimientos inusuales, algunas corridas del portero y la aparición de la furgoneta del veterinario, al que primero confundí con el médico que atendía al viejito del segundo piso. Una tarde me crucé en el ascensor con Rosalía, que llevaba al gato en brazos.

-Tengo que internarlo -dijo con voz intranquila, y explicando lo obvio añadió -está muy enfermo.

El pelo negro que apenas le llegaba a los hombros, estaba sujeto con una vincha, y por los ojos enrojecidos que miraban hacia ninguna parte, se notaba que había llorado. Por algún oscuro mecanismo, la preocupación la había vuelto interesante y sentí ganas de besarla.

-¿Quiere que la acompañe? –pregunté.

-Gracias, puedo sola.

Yo tampoco quise insistir pero en los próximos días y para favorecer un encuentro que no se produjo, bajé a la calle más veces que de costumbre. Dos semanas después nos cruzamos en la caja del supermercado, ella tenía puestos anteojos oscuros y redondos al estilo Yoko Ono que le daban un toque moderno. Me saludó con una sonrisa apurada y salió antes de que yo hubiera pagado. A la mañana siguiente, al enterarme por el portero que el gato había muerto, aproveché y fui a su departamento a darle mis condolencias. Cuando abrió permanecí inmóvil el instante que tardó en reconocerme,

-Murió por una descompensación –dijo, mientras me hacía entrar. Era claro que había pasado la noche sin dormir, su expresión denotaba perplejidad, como ignorando sobre la muerte, a la espera de que alguien le dijera qué hacer, de qué modo reaccionar. Alrededor del cuello llevaba una cadena con una cruz sobre la que mantenía la mano cerrada y que en ningún momento soltó. Su cuerpo comenzó a temblar y la tomé suavemente por los hombros. No alcancé a darle unos palmaditas pues se recobró antes de que lo hiciera.

-Ayúdeme a enterrarlo -declaró con timidez-, estoy exhausta.

El gato yacía sin misterio en la alfombra del living, cubierto por una lona. Detrás había un jarrón de vidrio naranja con algo escrito en chino, lo recuerdo bien porque en él fijé mi atención para no impresionarme. Hice una pausa para resolver el problema del traslado; Rosalía, entretanto, murmuraba algo sobre el sentido de la vida, que no alcancé a entender. Consciente del efecto que causaría, dije:

-Conozco un bello gomero en los bosques de Palermo. Allí podrá descansar en paz.

En respuesta, ella asintió y comenzó a lagrimear. Cargué al animal y como un experimentado actor abandoné la escena. El gato debía haber muerto hace horas porque metí un dedo a través del género hasta dar con lo que parecía una pata y comprobé que estaba rígido, de no saber que era él podría haber supuesto que se trataba de una estatua o algo así.

Apenas salí a la calle el calor del mediodía se hizo sentir, al llegar a la esquina me detuve para tomar aliento y quitarme con la punta de la lengua, el sudor de los labios. Palermo quedaba lejos, a no menos de veinte cuadras, el gato pesaba más de lo calculado y yo no traía una pala conmigo. Echaba de menos mi aire acondicionado, no sabía qué hacer; finalmente el tacho de basura me hizo un guiño de complicidad.

Al otro día, recibí la visita de Rosalía. La invité a entrar pero sólo avanzó hasta el vestíbulo.

-Agradezco tanto su ayuda, nunca lo olvidaré -dijo conmovida y me dio un beso en la mejilla. Se marchaba por el pasillo cuando junté coraje para invitarla al cine, pero ella se anticipó. Antes de que pudiera pronunciar palabra, volvió sobre sus pasos:

-Quiero llevarle unas flores y su ratoncito de peluche -dijo-. Disculpe la molestia, bastaría que me indique en donde está.

 La propuesta me hizo vacilar pero logré guardar la compostura y atiné a decir:

-No es molestia, iremos juntos.

Era un último esfuerzo para seducirla y me hundí de lleno en la ceremonia de la impostura. Al atardecer la conduje por Palermo fingiendo seguridad. Ella caminaba a mi lado con un manojo de claveles. Me pareció que un eucalipto que presumía gravedad resultaba adecuado para encubrir el engaño.

 -¡Ah! Es acá –dijo -creí que me había dicho un gomero.

A continuación se arrodilló y depositó las flores y el peluche sobre las raíces que sobresalían y acarició unas briznas de hierba sin advertir que la tierra no estaba removida. Creí que iba a permanecer arrodillada pero no lo hizo, con un suspiro levantó la vista al cielo en donde nubes blancas corrían con cierta velocidad.

A la mañana sonó el timbre y por la mirilla pude ver el ojo de Rosalía que me observaba. Una mujer enamorada resulta previsible ¿a qué podía haber venido sino a invitarme para salir a la noche? Seguro de haberla conquistado me eché un poco de perfume en la cara, con la mano me repasé el pelo y abrí la puerta para celebrar la conquista. Antes de que hablara vi en su rostro una curiosidad sin desafío, la mirada casual, el surco de una sospecha apenas dibujado en la frente. Su boca empezó a moverse marcando una curva hacia abajo y sin apuro, me dijo:

-¡Quiero exhumarlo!




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