viernes, 23 de agosto de 2013

DULCE HOGAR

Apoyado en el marco de la ventana enrejada del cuarto que hace tres días me aloja, miro hacia la noche insomne a través de los barrotes. Son hierros gruesos, negros, sin óxido, diríase que bien cuidados; estiro el cuello hasta tocar con la punta de la nariz su indoblegable firmeza y una duda aflora como una interrogación ¿alguien podrá vencer su solidez?. Enseguida la desecho, me he propuesto no pensar en situaciones inciertas. Afuera la oscuridad se presenta glacial, como la imagen congelada de un aeropuerto o una sala de hospital. Por la estrecha calle asfaltada que corre delante de mí, viene un guardia. El paso no es marcial y sobre el hombro lleva un fusil sujeto por una correa, levanta la cabeza pero su rostro sin facciones no parece verme. Otro pensamiento se empuja a la conciencia, ¿cómo llegué aquí, cuál es el sentido?, por fortuna logro rechazarlo antes de que se complete. Al frente, más allá del pasto de la vereda recortado con obsesiva prolijidad, se me ofrece el panorama de un fragmento del perímetro celosamente custodiado por un doble alambre de púas que, según rumores, será electrificado en breve. El cerco no establece solamente un límite físico, sino también una frontera simbólica, una topografía nueva que divide con tajante nitidez, lo verdadero del adentro y lo ficticio del afuera. Hay focos que iluminan a día y cámaras de televisión, en su pantalla la existencia se presenta cruda y las personas parecen figuritas recortadas sobre un plano sin relieves. La luz de los reflectores captura el espacio en un segmento atemporal en el que se acortan las distancias y que lo convierte en una presencia aplastante, demasiado real, como un antónimo de espejismo o de remoto o de bruma. Me impresiona este mundo inventado, una creación dentro de la creación, en donde todo está expuesto como en una amplia marquesina impúdica que da por inútil cualquier metáfora. La examino en una rápida lectura, deformación profesional dado que soy profesor de castellano: se trata de una realidad explícita, construida con un lenguaje no especulativo y un texto despojado que obliga a una comprensión inmediata; haría falta una nueva forma verbal que dé cuenta de este extremado aquí y ahora. Un leve giro de cabeza me deja ver un pedazo de cielo en el que las estrellas están veladas por el resplandor de los focos. En el lugar de la luna ausente, una lámpara montada sobre una de las plataformas del par de torretas que se yerguen en la zona de entrada, estabiliza la quietud. Una barrera tendida entre ambas es cuidada por unos cuantos guardianes. Es obligatorio que cada visitante se identifique mediante presentación de documentos e indique su destino; tras una espera en la que llamados internos confirman sus dichos se le franquea el paso, un comprobante firmado ha de presentarse al regreso. Otro movimiento casi imperceptible de los ojos y aparece el área de recreación. Ayer presencié un partido de fútbol en el que no tomé parte, y aunque en el futuro me inviten no creo que vaya a participar. Sin embargo, concedo que fue una reconfortante distracción, claro que no estaba solo, además había un grupo de espectadores que seguía el juego con inusitado entusiasmo. Como no conocía a nadie salvo a un tal Walter, con quien el día anterior había intercambiado unas palabras, me quedé en silencio aprovechando lo mejor que pude la oportunidad para entretenerme y hasta me atreví a devolver una pelota que vino rodando a mis pies con timidez. Cuando un guardia que oficiaba de juez hizo sonar el silbato, los jugadores y el público se dispersaron. Alrededor del lugar, próxima a una garita hay una pequeña arboleda que una mano anónima plantó, son pinos jóvenes que todavía no han tenido tiempo de crecer, media docena de abedules alineados y, metros más atrás casi apoyándose en el alambrado, varios paraísos dispersos que amenazan con despertar en un futuro próximo mi asma recurrente. El conjunto funciona como un decorado irreal. Mi atención vuelve a dirigirse al camino. El pavimento teñido de gris por efecto de la iluminación, adquiere un aspecto lustroso que imita la escarcha. Un carro eléctrico con dos guardias circula silencioso, uno maneja y el otro habla por un intercomunicador. No distingo sus rasgos ni consigo imaginarlos, tampoco interesa de no ser por una curiosidad pueril, sólo importa la rapidez de sus reflejos, el poder de fuego, en suma, la capacidad vigilante. Un bostezo me anuncia el comienzo de una somnolencia lenta y piadosa, y la posibilidad de conciliar el sueño. Afanoso hurgo en el bolsillo del pantalón, en recompensa a tanto esmero encuentro un sedante olvidado entre los pliegues, que trago sin demora. Es menester que lo afronte, como van las cosas permaneceré aquí un largo período, serán muchas noches y también muchos días, tantos como cenas, como visitas domingueras o mis desvelos o mis sueños. El cuerpo se me hace pesado y más difícil de sostener, un nuevo bostezo, diferente, más hondo que el anterior, y al que nadie animaría a confundir con un suspiro, me decide a regresar a la cama.Recostado con la mirada fija en el cielo raso, por una travesura de mi mente me sorprende un nuevo pensamiento que asoma indeciso, como asustado. Por esta única vez lo dejo emerger, así quizás también él logre sosiego. Es una idea reflexiva que tiende a disolverse, que me mira a los ojos, pestañea blandamente y con una sonrisa tierna y susurrando me augura: “éste fue tu tercer día aquí, debés reconocer que podría haber sido peor; los antiguos moradores no son molestos, el lugar no es sucio, hay un huerto para comer sano y una biblioteca para combatir el aburrimiento. Y aunque necesites de un tiempito para acostumbrarte, pronto descansarás tranquilo, la mudanza al country bien valió la pena, el reposo está garantizado. ¡No hay nada como la seguridad!

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