martes, 27 de febrero de 2018

LA CERTIDUMBRE DEL AMOR


Es lo mismo el ser de las cosas que su sentido. Parménides





Las cosas se complicaron cuando me animé a sincerarle mis sentimientos. Mariel me devolvió una expresión de fiesta aguada, cuando en respuesta a un “te quiero mucho” dicho al pasar mientras lavábamos la vajilla, con una sonrisa apenas satisfecha y un despunte de picardía en los labios, inició la interpelación: —¿me amás o me querés?
  A sabiendas de que su sensibilidad había captado una insuficiencia en mi declaración, y como yo venía apaleado de un fracaso amoroso más o menos reciente, me apuré en rectificarme:
—Mary te amo -te amo mucho -repetí con énfasis y entera convicción.
No del todo conforme ella esbozó una mueca de escepticismo: -dijiste que me “querés” mucho. Yo a mis amigas también las “quiero” mucho, pero solo son amigas. ¿Acaso no soy más que una amiga para vos? -me preguntó con los ojos brillosos y bien abiertos. Como a toda costa quería evitar una colisión, exclamé: 
     —¡Noo! —Te amo más que a nada. 
     —¿“Mas que a “nada”? eso es muy poco —exclamó contrariada— me llamo Mariel, y no Mary, después no vengas a decir que soy yo la que cambia las cosas—. Seguidamente congeló el rostro en compás de espera, las comisuras se le alargaron milimétricamente hacia abajo, componiendo un dolor que ponía en peligro lo que ella llamaba bonitamente “lo nuestro”. Por mi parte me quedé sin saber qué responder a su acusación, y cuando estuve listo para salir del paso con una respuesta circunstancial, ya se había puesto a secar los platos.
     No había sido esta nuestra primera disputa por un malentendido, y por lo visto seguirían muchas más. Sin esfuerzo recordé la antepenúltima: 
     —Mariel —¿sos feliz? me animé a preguntarle, ilusionando una respuesta que me vinculara directamente con su bienestar. Su mirada se detuvo en mí como queriendo averiguar si me burlaba. Al comprobar que iba en serio, me preguntó: ─¿sos o te hacés? ¿Cómo voy a sentirme bien si me llamás así?
Sorprendido repliqué lo obvio: -te llamé por tu nombre
     ─Lo hiciste para molestarme. 
     ─¿Eh? 
     ─Dijiste Mar i él, acentuando “él” y poniendo en duda mi femineidad
     ─¿Me reprochás que te llame por tu nombre? 
     ─Con tu tonito de soberbia querés ironizarme. Si esto sigue... 
Con humilde gesto, hice silencio y desvié mi atención al perro.  
     Alejo de nombre y Smirnoff de apellido, giraba la cabeza con ojos que, por lo avanzado de la hora, imploraban consideración por sus urgencias naturales; piadosamente saqué a darle una vuelta y a un rato de reflexión.
Ambos salimos a la noche fraterna, haciéndonos compañía, dejándonos envolver por la húmeda oscuridad del otoño. Caminamos un par de cuadras hasta un paredón frente al que nos detuvimos, con  Alejo exaltado ante la perspectiva de hacer lo suyo y yo listo para meditar. 
     En estado de alarma interior por la advertencia de Mariel, me había invadido un gran malestar y sobre todo, el miedo a perderla. Lo peor, tengo que admitirlo, es que su dolor me conmovía profundamente. No dejaba de culparme por el tono de mi voz, y por haber elegido mis palabras con poca precisión, en suma por ser el responsable de mis dificultades. Confieso que era una mujer muy atractiva, y mi mente y bastante más abajo, evocaron las aptitudes de su humanidad que solía frecuentar con urgencias variables, cuyas intensidades me exigían una pronta reconciliación. En la oscuridad la deliré dominante, le rendí pleitesía y me dejó acariciarla victoriosa, imperando, doblegando, censurando, sometiendo… gerundiando. 
    Tras cada discusión que, en verdad, no llegaba a ser tal porque yo me rendía antes de que se desarrollase, el deseo sin apagarse me fustigaba y me proponía avenirme a un arreglo sin dignidad, a la farsa de una componenda. Vi su nariz delgada, ligeramente curva que, combinada con el rostro enmarcado por anteojos negros, le dibujaban rasgos severos; y sentí que haría lo que fuese para volver a poseerla.
Con esa decisión en mente, me apoyé con el hombro en una zona limpia del paredón, y con la correa floja en mano, recapitulé.  
     La pretensión que el amor reclama –me dije- es su inmutabilidad, vale decir que, en todas partes y en todos tiempos, sea siempre el mismo, 
y eso obedece a…  
     —¿A qué?  —preguntó Alejo agitando la cola.
     —A una buena comunicación entre los enamorados, que les permita ponerse de acuerdo y afirmar el entendimiento sólido y profundo, del que es capaz el lenguaje puesto al servicio del amor. 
     Pero ella administraba mis palabras organizándolas a su antojo, anudándome a los sentidos que reinventaba y que desprendían de sí sentidos nuevos, en su opinión, mayormente ofensivos o insultantes, todo terminaba en sollozos y en el consabido: “sos un maltratador”. Cada una de mis palabras, cada frase, eran cuestionadas tras un severo examen, despertando tirantez en la relación y temor al abandono.  
     Yo pagaba un alto precio por hablar y Alejo lo sabía, no por ser mago o porque tuviese poderes especiales sino que, veterano testigo de nuestras reyertas, estaba al tanto de mis dificultades. Cada vez que abría la boca sentía que me jugaba la vida y la continuidad de nuestro amor, lo que al comienzo fue valorado como divagaciones inspiradas de un poeta, en breve se catalogaron como excentricidades de un egomaníaco delirante… Cualquier diálogo podía caer en los claroscuros de la ambigüedad que, devenida en sospecha, condicionaba un distanciamiento: “alcanzame la pava” era transformado por su oído tendencioso en “alcanzámela... pava.” Este tipo de pequeños malentendidos provocaban grandes heridas emocionales que descargaba sobre mí como un imprevisto temporal; vivía enojándose y no era para menos, en cada episodio se sentía desterrada a una enorme soledad. 
     Las dobles acepciones picarescas fogoneaban su imaginación, cada una requería de una aclaración y de un juramento: “te juro que no lo dije en ese sentido”, a los que sucedían vanas discusiones que se prolongaban hasta agotarnos mutuamente. Evoco con humor agriado este lapsus histórico, una nota marginal para engorde del chimento, que cometí al encontrarla casualmente en la calle: quise decirle: “tengo mucho gusto en encontrarte”, pero le dije: “tengo mucho busto en encontrarte.” Se armó la de San Quintín —¿en quién pensabas cuando me saludaste? ¿querés una que tenga más delantera? 
     —Cometí un error por querer hablar rápido —me defendí a pesar de que hasta el perro pareció amonestarme. 
     —Te confiaba plenamente, qué estúpida, sos un fraude, un farsante…
El lapsus catalogado por Mariel como una “verdad que emerge” y que tildó de salvajada cruel, la convenció de haber descubierto mi verdadero yo: el de un pervertido que solo se interesaba en ella por sus protuberancias. En consecuencia, se afirmó en sus recla―mos afectivos no como un ajuste de cuentas, sino una sensata reacción a mis desprecios. Cuando esto sucedía no respetaba ninguna opinión que no fuera la propia.   
“Mucho busto” era un trofeo que sacaría a relucir cuando las circunstancias lo requiriesen, una pieza artesanal, irrepetible, conservada sin desgaste y a perpetuidad.
     ¿Qué más puedo referir que no sea mi impotencia antes su oídos que tergiversaban mis palabras, y los míos condenados a escuchar sus protestas. Sacudido por la negra sombra de la culpa me surgía el deseo de reparación: un beso componedor, y una cautelosa disculpa por un error que no había cometido.
     Yo no estaba preparado para una constante desaprobación, sus críticas me afectaban tanto como a ella los equívocos. La alternativa era de hierro: o enmudecía o me separaba; nuevos errores implicaban perderla y volver a experimentar otro fracaso. Comprendí que la solución no era estancarse sino dar con un modo de hablar que no resultara enigmático, ni diera la sensación de un mensaje subterráneo, que favoreciera las quimeras que sus orejas fabricaban y que siempre terminaban mal. ¿Qué hacer para que el diálogo y congeniar fuera posible?
     Dirigí mi atención al perro, con él nos entendíamos bien: si silbaba Alejo venía, si él ladraba, yo le daba de comer. ¿Pero cómo alimentar la confianza de mi mujer? En la etapa de seducción podía mostrarse dócil como una hembra en celo, pero luego prevalecía su carácter firme e intolerante que forzaba la natural flexibilidad del lenguaje. Evoqué mis primeros intentos por resolver este delicado problema. 
     El perro se sentó mirándome a mí y a la luna, quizás pidiendo ser liberado de la correa. 
     Se hacía necesaria una innovación audaz. Dejándome llevar más por el buen sentido que por el corazón, deseché aprenderme los textos de memoria y recitarlos como un guión bien estudiado. Luego, y más elaboradamente, se me ocurrió prologar mis palabras, para hacerlas previsibles y reducir la posibilidad de un desentendimiento. Parecía prometedor encabezar el texto ofreciendo un breve resumen que permitiera hacerse una idea previa del contenido para acotar las indeterminaciones, la inconstancia de los sentidos, y con ello mi angustia ante el temor de ser mal entendido. Funcionaría así: “antes de decirte lo que tengo para decirte, te diré lo que tengo que decirte”.
     Un domingo por la mañana, me decidí a la prueba de fuego. Al despertar, sonriente y servil le dije: 
     —¡Amor! seguidamente y a modo de prólogo, diré lo que luego te diré sobre el desayuno: “que te serviré una bandeja con facturas recién salidas del horno y te solicitaré con tono afectuoso y para complacerte, que permanezcas en la cama. En la bandeja, y para tu sorpresa, dejaré un pequeño sobre con una  misiva, que expresará mi amor  clara y simplemente”. Ahora bien, dicho esto, te diré lo mismo que acabo de decir.
Conteniendo apenas su impaciencia, Mary se indignó:  
     —Desconfiás de mi capacidad intelectual.
     —En absoluto. Lo hago para ponerte sobre aviso y facilitarte una versión original, para que puedas ir puliendo aristas conflictivas—. Pero ella no dio el brazo a torcer y volvió la carga:
     —Me hablás en duplicado, como si no fuera capaz de entender cualquier cosa.  
     —Lo hago porque sos capaz de entender cualquier cosa— repliqué con suficiencia.
Mi novia sacudió la cabeza con expresión huraña. Únicamente un cinismo o una indiferencia gigante -que yo no poseía-, podían confrontar sin inquietarse, con su rostro almidonado por el mal humor. 
     El perro agitó el hocico, olfateando un momento complicado y se acomodó contra la raíz de un árbol, forzado a seguir acompañando mis recuerdos. 
     En vista de que ella había tomado mi plan como una afrenta, puse paños fríos y lo deseché, a pesar de que en mente tenía algunas magníficas duplicaciones, del tipo: “vamos al cine” y su doble gemelar: “vamos al cine”, y otra extraordinaria: ¿querés café con leche o té? y su calco: ¿querés café con leche o té? 
     Un segundo intento, que nació con algunas semanas de diferencia, fue la elaboración de un proyecto que, bajo el lema Dios no precisó de barroquismos para crear el mundo, denominé: “Los seis pasos fundamentales para un discurso sencillo”. 
1) —Únicamente manifestaré ideas intrascendentes, que no sean para la 
        memoria ni inviten al análisis. 
2) —Ahorraré epítetos, cuanto más llanas las oraciones, tanto mayor será    
        su purificación y la dificultad en alterarlas.
3) —Las frases serán breves y concisas. Más de un adjetivo por cada cinco 
        sustantivos, será calificado como pecado. 
4) —Será un lenguaje Adánico, que aliente una mente despejada y libre de 
        enmarañadas complicaciones.
5) —Evitaré en cuanto de mi dependa, los retorcimientos de las palabras y  
        también los incómodos silencios, que propician el malestar en  
        ascensores, desazón en el amor y reproches: “no sos sincero conmigo, 
        te recluís, no formo parte de tu vida.”
6) —Que el dominio sobre mis palabras sea un faro ético, inconfundible 
        signo de amor 
    Al completar “los seis pasos fundamentales”, me pregunté qué haría un hombre de mi esencia romántica, de enamorarse de una extranjera cuyo idioma no hablara con soltura? Para colmo, las palabras pronunciadas por mera intuición, sin haber profundizado el idioma, están sujetas a numerosos errores y malas interpretaciones. En un chispazo de lucidez, me dije: compraría un diccionario para conquistar su amor y transmitirle sin fallas mis sentimientos. 
     Asistirme con un diccionario fue una magnífica idea y no iba a demorar servirme de él. En efecto, esa misma tarde me encontré en una librería de Villa Pueyrredón, comprando el Diccionario Santillana de la Lengua Española. Era un volumen de considerable espesor con mejoras bianuales que, con el correr de las ediciones, lo habían engrosado. Como una mujer que espera ser abierta y deshojada, ponía dócilmente a mi disposición la memoria del idioma, aspiré el perfume a hoja nueva, imaginé activarse a las palabras, suspirar, jadear... 
     Tras asegurarme que los ojos inquietos de Mary no me observaban, lo oculté en un cajón del aparador, a mano para consultas de emergencia. A la cena probé con una frasecita inofensiva, quise decir: “alcanzame el pan”, que daba lugar al reproche: “¿yo no te alcanzo?” gracias al diccionario lo cambié por el más popular “pasame el pan”. En efecto, me pasó el pan sin objeciones, y este fue mi primer éxito. Unos días después, recién llegado de la oficina, iba a contarle: “tuve que apechugar el malhumor del jefe”, por suerte consulté el mataburros y para sortear obvias connotaciones, lo reemplacé por: “soporté el  malhumor del jefe”. Cada cosa volvió a su lugar, a ser lo que es, y por unos días dejamos de vivir en un mundo en el que reinaba la ambigüedad. 
     Sorprendida por mi repentino cambio, y aunque Mariel se mantenía en guardia, las suspicacias menguaron, la generosa abertura de sus ojos se achicó levemente como cicatrizando una herida abierta, el semblante se veía dulcificado, empezaba a creer en la sinceridad de mi amor. De a poco, recuperamos el romanticismo de los comienzos. Al controlar lo que ella escuchaba, me convertí en dueño de lo que yo decía. Era fabuloso. 
El límite residía en que al salir de paseo, el riesgo de un malentendido incrementaba la sensación de adversidad, que se hacía presente fatalmente incrementada. Asimismo un volumen de tal importancia no entraba en mis bolsillos y hubiera tenido que cargarlo debajo del brazo. Sin la asistencia del diccionario, celosamente guardado en su escondite, no me era posible idear una versión incuestionable de mis palabras. Tampoco podía blanquear su adquisición, porque hasta aquí Mary atribuía al amor lo que, en verdad, pertenecía al territorio del intelecto. 
     A pesar de las dificultades, no quise dejarme vencer por la resignación y dar una batalla más. Para cuando saliéramos, me resolví por una edición de bolsillo que aprendí a manejar con rapidez y, sin pecar de soberbia, hasta con maestría. La discreción era primordial, lo consultaba a escondidas sobre el inodoro del baño de hombres, indagando responsablemente por la palabra óptima como si Dios no existiera, o al amparo de alguna oscuridad propicia para esa trampa. Y todo ese trabajo para no inquietar a Mariel con el sospechoso “tengo un programa[1]” en vez de “tengo el afiche”. Sin embargo y a pesar de los resultados positivos, en la práctica había perdido la tranquilidad en nuestras salidas, me figuraba el chismorreo de la gente viéndome pasar con el diccionario debajo del brazo. ¿Qué diría la mujer del portero o la atención bien despierta del canillita?  Además a mi carácter escrúpulos, el pequeño diccionario le resultó insuficiente. 
     La comunicación se vuelve terriblemente difícil, cuando se tiene la convicción de que nada cuenta tanto como el amor, así los amantes se vuelven susceptibles y comienzan  a regir los despropósitos de los afectos. A pesar de mis esfuerzos, cada tanto ocurría un malentendido, cualquier yerro sembraba una desconfianza que, retornando en una recriminación chillante, ponía en tensión la cuerda de mis tímpanos y actualizaba un destino incierto para nuestro amor. ¿Cómo perfeccionar el entendimiento con mi amada? Rachas melancólicas me asaltaban.
     Una tarde lluviosa, tomando un café en el bar del matutino El Faro de Almagro, por obra del azar cayeron en mis manos unos apuntes de geometría que alguien había dejado hecho pedazos sobre la mesa. Era un borrador del discurso de apertura de ciclo de la Facultad de Ciencias exactas, que rehice trabajosamente y que me produjo una honda impresión. El tema era “La Geometría y el amor”. Como al orador la elocuencia le era un don ajeno, se esforzaba por hilvanar conceptos geométricos y filosóficos de modo atractivo, para no desanimar a una audiencia mayormente compuesta por estudiantes, poco dispuestos a maravillarse por las vinculaciones entre la geometría y las emociones.   
     Hice un breve resumen: “Magnífico y Excelentísimo Sr. Rector, profesores y alumnos: Por su cortesía vengo a oficiar la lección inaugural que denominé “La Geometría y el amor”. El tiempo y la experiencia enseñan que las contradicciones son parte de la naturaleza humana. Pascal decía: “pertenece a la estructura de la verdad el tener la apariencia del error y al error la apariencia de la verdad”. Einstein no vaciló en objetarlo: “Dios no engaña, las cosas parecen exactamente lo que son”.
     Educandos: la colaboración histórica de la geometría con otras disciplinas ha sido proverbial. Tres siglos antes de que cristianismo fundara la noción de un Dios que es Amor, Platón puso en el frontispicio de su Academia: el oficio de Dios es hacer Geometría. No es de sorprenderse pues, que el mito de Aristófanes, que caracteriza a ambos sexos mediante dos semiesferas, fuese citado en el Banquete. Baruj Spinoza facilitó un acercamiento geométrico al Todopoderoso, Newton, en un aporte substancial, determinó que los enamorados considerados como dos masas, se atraen de manera inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. 
     Para finalizar: digo homo sapiens y significo “el hombre que conoce”; digo aletheia, y denoto “la verdad que se desoculta”, por ende, afirmo que cuando la Geometría reveló la aletheia del amor, el hombre se hizo sapiens. [2]     
     El borrador me había picado, y esa noche daba vueltas y más vueltas en casa sin poder dormir, estaba agitado y ni siquiera me aliviaron tres vasos de buen vino. A pesar de mi diccionario de bolsillo, hablar con Mariel no me había ocasionado más que disgustos, paulatinamente me fui transformando  en un hombre silencioso y pesimista, que hasta dudaba si dirigía su propio destino. Casi convencido de que no había forma de resolver el dilema, en el despunte de la madrugada, me vino esta idea: “el amor es un pensamiento hecho sentimiento”; y como todos los pensamientos tiene su escritura, concluí que también este debería poseerla. Sabía que estaba ante algo grande pero aún no veía del todo claro. Me cebé unos mates y, bombilla en mano como un puntero, dibujé en el aire dos líneas rectas. La A que representaba al hombre, y la B a la mujer. Otra  sorbida y me detuve a revisar mi creación, con lupa y en profundidad. 
     Según la geometría humanística, los espacios del amor son verificables como fenómenos geométricamente bien definidos.[3] Era irónico ver las complejidades de los vínculos amorosos reducidas a dos líneas paralelas. Su perfección radicaba en que no eran nada retorcido ni complicado, sencillamente dos rectas, una al costado de la otra, que no guardaban contacto entre sí. A partir de mi descubrimiento, basado en una idea muy diferente de lo corriente acerca de las relaciones amorosas, el hombre ya no sería un sujeto de la sinrazón del amor, sino un ser abierto a un ámbito de reflexión y sabiduría. 
     Mientras cavilaba, Alejo, sin una hembra para entretenerse, desinteresado en el tortuoso camino de mis pensamientos, no tanto para aliviarse sino para hacer tiempo, levantó por enésima vez la pata trasera, consiguiendo exprimir unas gotas que permanecían atascadas. 
     —En qué pensás— quiso saber, agitando la trompa con lentitud y resollando hastío que, como buen lamedor, desparramaba con abundante saliva, sobre la piel.
     —En geometría —dije abstraído. 
     Sin inmutarse, respondió con un ladrido de advertencia: —Ojo con tus nervios.   
     —Cuando el mundo está al borde de dar un vuelco y uno se siente en el filo de la historia—, sermoneé con gravedad —no es fácil mantenerse impasible. 
     —¿Qué borde, qué vuelco? —gruñó—  me suena a disparate.
     —Sé que es difícil de comprender hasta para la mente de un perro, pero eso es lo que hace grandioso a mi hallazgo.
Alejo me pidió bajar la voz: —los vecinos echarme la culpa—, y luego dejó ladrar a su bien orientado sentido común:    
     Una y otra recta deberían cruzarse al menos una vez, ¿qué clase de enamorados serían los que no tienen ni un punto de contacto? 
     —De  haber un cruce —refuté—, arriesgarían un malentendido y con ello el fin del vínculo. Te parecerá irreal, pero así es la naturaleza humana. 
     Con hastío anticipado, Alejo se encogió de hombros en el inicio de la resignación. Sin dejarme distraer, le expliqué: —La Geometría humanística se propone la construcción y la clasificación de todos las clases posibles de amor, de ello resulta que los segmentos A y B son los distintos modos que existen de decirlo. Esta teoría que bauticé “de los opuestos no tensionantes”, admite dos orientaciones bien definidas que, a su vez, abren la cuestión de la compatibilidad: A no podría ser paralela de B si B no existiera, por lo tanto A y B, macho y hembra, mantienen una relación de recíproca dependencia, aunque no de servidumbre.
     Los mofletes de Alejo sacudidos por un temblor lento, daban cuenta de que su espíritu perruno había comprendido la magnitud del momento. Yo sentí que me faltaba el aliento, como si dar vueltas en mi dormitorio me hubiese fatigado; tuve frío en las mejillas y luego calor, quise calmarme sin conseguirlo del todo. Me sabía en las vísperas de un alumbramiento, que estos conocimientos altamente abstractos, diesen vida a un decir  inequívoco que fortaleciese mi credibilidad.         
     El desafío era materializar la teoría de las rectas paralelas en un objeto de la realidad concreta. Si bien los diccionarios habían minimizado los equívocos, aún daban lugar a error. Para cubrir esa insuficiencia, barajé la posibilidad de un diccionario español-inglés, e inicié la animada tentativa de hablarle en un idioma que yo conocía y que Mariel ignoraba, en consecuencia, tan incomprensible como inobjetable. Además cumpliría con un viejo sueño, el de poseer un diccionario bilingüe y un globo terráqueo para explorar el mundo. 
     Forzada a tributar honores a la perfección de mis oraciones, a la fraseología sin hendijas, mis palabras dejarían de tener un destino incierto en los laberintos de sus orejas ladinas, nuestro amor quedaría a salvo, arrancado de la zona de incertidumbre que sus falsas interpretaciones me imponían. 
     —What is this thing called love?     
     —¿Lo qué? —dijo Mary con gesto adusto. 
     How are you?
     —No entiendo el inglés.
Para cerciorarme de que no era una farsa, fui insultante: —you are foolish - sos tonta—. Sin poder contestarme, guardó silencio por dignidad.
No satisfecho le susurré:—silly and brainlesstonta y descerebrada— que premió con ojos agradecidos.   
     A pesar del exito, tuve que volver sobre mis pasos al comprobar que aún quedaba margen para la confusión: la posibilidad de traicionarme en la traducción al inglés eligiendo un vocablo equivocado. Una cosa es confundirse por una demencia senil o una enfermedad, esto lo soportaría relativamente bien porque es algo natural, pero no sería este el  caso y por ello me torturaba. Me propuse entonces un último cambio basado en no ceder a la tentación de un discurso explícito, con tal fin pondría mi voz en idiomas que ambos desconociéramos y por ende libres de error. Esta vez apelé a un diccionario checo-japonés para impedir todo tipo de deslices acústicos. Al momento supe que había acertado, que mis pensamientos expresados de manera vaga, ahora redoblaban su natural absurdo, evitando enojosos enfrentamientos. De mi boca salía una cadena perlada de sonidos, incorruptibles y de cristalina esencia, un verdadero antídoto para su oído antojadizo. Para favorecer el rito de la tertulia, tramé un diálogo en la libertad que da prescindir de los sentidos de las palabras; checo y japonés creaban un universo singular, pleno de sonoridades vaciadas de significación y, en consecuencia, invulnerables.    
     Creo que voy  en la dirección correcta, cuando sin saber lo que digo al hablarle en japonés, su rostro se ilumina en un gesto dócil,  multiplicando el encanto de su alegría aniñada, candorosa hasta el fin de la vida, como si ese fin no existiera, como si fuera el avatar de una novela, inventado con el solo afán de proveerle interés. Como un regalo para el día de los enamorados, la sorprendí  con un saludo especial en húngaro, cuyas cadencias espero le hayan agradado. En un futuro próximo le recitaré un poema turco que estoy memorizando, que transmite buenas vibraciones y sentimientos, y que percibirá sin tropiezos.    
     Tras caminar en un amplio semicírculo que me condujo de regreso, ahora estoy en la intimidad del dormitorio, sentado en el borde de la cama; con Alejo en la alfombra y Mary dormitando, me concedo un momento para filosofar y tomar una taza de té. Cada persona tiene su propio idioma por lo que todo amor se torna bilingüe. Uno se percibe desterrado a una enorme soledad, irremediablemente ajeno a los modismos, a sus ecos sutiles, en las resonancias que evoca. Nadie supo resolver esta circunstancia amarga, hasta que el secreto me fue revelado, gracias a la teoría de las rectas paralelas. 
Alejo hociquea: quiere un poco de agua.
Mueve  la cola: quiere una caricia.
Le da una lamida a mi mano: está en paz.  
Mariel se despereza, me dice: —Hola ¿fue un buen paseo?
Le respondo —velmi roztomilý. 
     —Que tengas buenas noches     
     Děkuji vám.
Con expresión de beatitud, Mariel se acurruca contra mí, bosteza y se adormece con gesto placentero. 
       Y yo me digo: —To je pravá láska esto es verdadero amor.



[1] Para el lector incauto, la segunda acepción de “programa” es una salida con alguien del sexo generalmente opuesto.
[2] Aclaro que esto es una caracterización propia y que no me la copié
[3] La geometría sacra sostiene lo mismo respecto del amor a Dios.

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